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jueves, 26 de julio de 2007

Veremundo

El tipo tenía algo... era curioso verle pasear: mirando ahora arriba, ahora a un lado y arriba otra vez...
Fumaba. Fumaba mucho. Fumaba cigarrillos verdes con filtro rojo y que despedían humo azul. Iba de un lado a otro lado y a otro más rodeado de espirales que envolvían su figura delgada y su cara angustiada y sus ojos de sorpresa. Yo sabía que le iba a conocer. Le iba a conocer esta tarde.
El tipo está sentado en la terraza de un bar repleto de gente. Su mesa llena de libros de varios colores, sus fieles espirales revolotean alrededor. Me acerco. Lee un libro color de sangre, frunce el ceño, levanta las cejas y frunce otra vez el ceño... Además de los libros, en la mesa hay un vaso lleno de licor dorado que bebe a pequeños sorbos de pájaro sediento.
Me siento frente a él. Sus ojos me dicen frío, sus labios me dicen “hola”, su nombre no me dice nada. Veremundo dice que se llama, y cambia el frío por la neutralidad de una sonrisa forzada:
- me has pillado leyendo el infierno...

(El infierno:
Vio el parto de un planeta. Vio a sus ríos crearse y llegar a los océanos. Vio el mar lleno de colores imposibles. Vio como hasta las sombras eran luz por él. Vio su ser pleno nacer a una nueva vida.
Pero su corazón fue moldeable. Y joven. Y por ahí se colaron los viejos escultores de la verdad. Vio como le enseñaban a usar las herramientas del gato negro para fabricar la desgracia.
Sus entonces maestros le enseñaron la libertad de las jaulas sin puertas, el hogar de las paredes sin ventanas. Como profetas de otras épocas, deslizaban cuchillos en cualquier juego que él pudiera proponer. Le dejaron los pesados ladrillos de la autoridad y la moral, precisos, ajenos, y con ellos aprendió a hacerse muros de mil córneas de grosor. En la espalda le tendieron la gran mochila de la culpa y el sacrificio que acabó de agrietar sus músculos y sus lágrimas.
En la frente, un futuro atornillado. Su cuerpo, fósil intravenoso. Su corazón, oculto. Él, una fea estatua.)

En ese momento percibo la música que truena como un tambor africano desde dentro de ese cuerpo sentado tras sus ojos. Empiezo a sentir como sus venas inician una danza en su honor. Oigo como desconchan las paredes que las oprimen. Como ese cíclope que late en su interior llena de rojo todo lo que permanecía gris. Sus pies empiezan a moverse bajo la mesa. Tras ellos, las piernas se yerguen y disfrutan del nuevo ritmo. Noto como el vello de sus brazos se sacude el polvo y se eriza para mostrar los cien escalofríos que habitan bajo su piel. Su corazón es imparable, ingobernable, inmenso. Su mano derecha empieza a agitarse, los dedos se mueven rápidamente, los dedos tocan un piano invisible que se posa en el pecho. Siente los latidos. Su mano siniestra se hace puño de fuerza que levanta al cielo admirado.
Por la traquea, como una anguila rebosando voltios directa a su boca, asciende la energía que lo hace persona. Tras la garganta, los labios. Tras los labios, todo su ser se abre en un grito de furia, mil lágrimas barren las rocas que cegaban sus iris.
Se va.
Entonces me acuerdo del gran libro color de sangre que leía Veremundo cuando llegué. En la mesa no queda nada. No hay ni rastro del libro. Lo único que queda es un charco tan grande como mil lágrimas de color de sangre y un grito saliendo de mis entrañas a la velocidad de la luz...

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